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lunes, diciembre 05, 2005

A Rosa


Rosa acudió por entre esas noches inmensas que a veces tienen los inviernos. Se acercaba a mí por una pasarela de ensueño; cómo una fruta fugitiva y envidiable, en el remanso de una prosa que siempre nos inventa.
Una tarde vino con uno de mis libros en sus manos. Había subrayado algunas de sus páginas, poniendo breves anotaciones al borde de los párrafos, dando más personalidad a unos poemas rotundos en los que siempre cabe una nueva interpretación.
Sin pensarlo zarpamos hacia un mar de prosa y nácar, o nos perdíamos en un cine con películas subtituladas, o nos encontrábamos en aquel céntrico café con sus mesas de mármol y su apariencia antigua. La ciudad era el caos de la prisa acostumbrada y nosotros, como almas desnudas, nos mirábamos dulcemente a los ojos, sinuosa residencia donde descubrimos un lenguaje más sutil y menos desgastado.
Se me quedó en los labios el sabor almibarado de su sexo, así como los ojos siempre llevan la silueta desnuda de su torso, avanzando sin prisa para subir o bajar una persiana, y se quedó con nosotros un perfume de ayer que nos amanece de contínuo.
Rosa, hoy, ayer, siempre, desde estas placas del cerebro que escriben sin descanso, y miran todo alrededor, apurando definitivamente el tiempo, ese que juega tenazmente con nosotros sin apenas percibirlo...